La vida simple, el vivir de vacaciones y la vuelta a lo real

A veces se me pasa por la cabeza una escena de comedia gringa cualquiera en la que dos personajes conversan las implicaciones de vivir en uno de esos lugares donde la gente se va de vacaciones –  aburridísimo, concluyen, en vista que cuando lxs turistas se van se acaba también la diversión y no te queda otra que trabajar y caer en la clásica rutina del día a día.

Hilton Peña, de Apuesta Por La Ruta preguntó por ahí algún día: “Si todo el dinero con el que vives normalmente trabajando 40-45 horas lo pudieras hacer en 20 horas o menos ¿Trabajarías menos? ¿O seguirías al mismo ritmo con otro trabajo para ganar más y tener una (supuesta) mejor vida?”.

En Pichilemu, un pueblito playero en Chile, meca del surf y el turismo de la Región Central, donde vivo hace seis meses, la mayoría del territorio está cubierto por bosque, dunas, acantilados de cuarzo y praderas floreadas.

En los fines de semana largos y las vacaciones de verano la población de 15 mil habitantes se triplica. Yo misma fui parte de ellos, mas este post no va de eso.

Cuando llegué a Pichilemu era principios de invierno, un invierno húmedo y fríamente estable en el que las nubes de lluvia pronto son arrastradas por el viento hasta desaparecer. Durante esta época Pichilemu pertenece únicamente a los locales, así como la mayoría de lo que queda del año.

A locales me refiero los originarixs y lxs que han ido llegando a instalarse de a poco, en su mayoría adultos jóvenes entre 25 y 40 años que llegaron escapando de las ciudades cercanas de Santiago, Copiapó o Talca buscando la tranquilidad de vivir en un sitio donde, tan sólo en momentos claros de alto tránsito externo, no hace falta ponerle candado a la bicicleta.

En estos seis meses me he percatado que, como lo sospechaba, Adam Sandler, el protagonista de aquella escena inicial, no tiene ninguna lección que enseñarte.

Vivir en un lugar al que todos vienen de vacaciones me ha acercado a una vida más simple.

Pichilemu es pequeñísimo y como hija de la gran ciudad,  no me deja de sorprender la manera en la que los días pasan a su propio tiempo y todo se vuelve más lento. A simple vista pareciera que no hay nada que hacer y eventualmente todas las caras se te hacen conocidas.

Pasa algo curioso viviendo en la ciudad y es que todo se acelera automáticamente. El ritmo es una cosa distinta y de repente te percatas que, en verdad, no tienes tiempo para nada. Es por eso que a lo que llega el fin de semana para muchos el panorama ideal es encerrarse a ver Netflix y descansar echado en cama, porque ya no queda energía para más nada.

Así mismo, si llegara a quedar un poco de pila encima el panorama es irse de fiesta, escaparse a algún lado o lo que sea para “sacarse” la semana de encima. Y es que ese discurso de escapismo se repite constantemente en la gran ciudad: Todos estamos esperando que sean las 6 de la tarde para escapar de la oficina, que llegue el viernes para escapar de la rutina, del ajetreo, de la ciudad.

Aquí, sin embargo, la historia es otra.

Punta de Lobos. Todavía no encuentro un lugar con un atardecer más bello que este.

En este lugar me he dado cuenta de lo mucho que se puede disfrutar el tiempo libre cuando cierras el computador o no tienes ningún gran evento en el calendario. Aquí no me aburro nunca porque los paseos a la playa son cosa de todos los días, porque de solo asomarme a la ventana o salir a comprar pan por la mañana me topo con un montón de cosas nuevas en el paisaje: Unos sifones de ballena a la distancia, la puesta de sol de todas las tardes, nuevas flores en la pradera y un cielo que cambia de color montones de veces en el día.

No es que el sol no se ponga todas las tardes en la ciudad, es que viviendo en ella son muy pocas las veces que nos damos el tiempo de apreciarlo. Porque si algo hay de sobra aquí, además de naturaleza, es precisamente tiempo.

Viviendo aquí me he percatado más que nunca que la sociedad moderna le tiene miedo a este elemento. Se glorifica el estar ocupado, es ideal el andar corriendo de un lado a otro, con mil cosas que hacer, montones de lugares a donde ir y opciones entre las cuales elegir. La idea es tener la agenda lo más llena posible, como si fuera una atrocidad el tener chance de sentarse a mirar por la ventana.

Estando en la gran ciudad nos vemos forzados a acumular: Cosas, experiencias, planes, amistades, ocupaciones, citas, compromisos. Se trata de cantidad, más que de calidad. Por otro lado, en un lugar como este te ves forzado a conectar con la simplicidad, con el menos es más.

Hace poco empecé a leer Walden, de Henry David Thoureau, un libro en el que el autor filosofa con respecto a las lecciones aprendidas durante dos años viviendo entre medio de la naturaleza, sin más vecinos que un estanque y los animales del bosque. En este, Thoureau reflexiona sobre muchas cosas, entre ellas la simplicidad de la vida, el volver a lo esencial. Para él, el exceso de posesiones no sólo requiere el exceso de trabajo para adquirirlas sino que además nos oprime espiritualmente con preocupaciones y restricciones: Asumimos que necesitamos tener cosas y esta necesidad nos fuerza a dedicar todo nuestro tiempo al trabajo, resultando en una pérdida de libertad personal.

Basta decir que este libro cayó en mis manos en el momento justo para respaldar el rumbo con el que he ido aprendiendo a vivir en los últimos años. Para Thoureau, si se trata de elegir entre aumentar los medios para satisfacer supuestas necesidades y eliminar estas, la decisión va hacia minimizar, nombrando como único real imperativo del hombre la comida, el refugio, la ropa y el combustible. Incluso careciendo de refugio cuando el mismo cielo te da cobijo del frío y la lluvia.

Pero Thoureau no es el único que se va por este camino, ya antes lo dijo Buda junto con montones de otros maestros espirituales: Son la simplicidad, la quietud y la calma las pre-condiciones para vivir una vida más conectada a lo real y lo profundo.

Son muchos los movimientos actuales que van por esta onda de minimizar, de volver a lo esencial, sea lo que sea que esto signifique para cada uno de nosotros, puesto que la vida simple va por la onda de aprender a vivir con menos, o mejor dicho, a darte cuenta que no necesitas tanto, a elegir calidad por sobre cantidad y aplicarlo no solo a los bienes materiales, sino también a las relaciones, a los compromisos, necesidades y obligaciones.

Terminando el año me cambié de casa y empecé a trabajar como voluntaria en un terreno en Punta de Lobos en el que me encargo de atender y cuidar un par de Yurts, viviendas nómadas móngolas que se arriendan para estadías breves de turistas. Aquí no hay alcantarillado corriente sino que el dueño del terreno ha construido el propio, todo funciona con paneles solares o a leña, no hay electricidad de más de 120 voltios y la mayoría de las veces ni siquiera tenemos agua caliente. Sin embargo tengo una cama, una cocina, una mochila y una maleta con lo que me queda de ropa y pertenencias, leña y gas para hacer andar la fogata y la estufa.

“En el fondo todos sabemos que la televisión es un pobre sustituto del fuego”, reza un cartel apostado frente al fogón y en mi interior esas palabras hacen eco, recordándome que la mejor manera de rebelarse ante este sistema que nos quiere ocupados, insatisfechos y endeudados es volviendo a lo real, a lo simple, a lo que siempre ha estado ahí.

Bajo el estándar de Thoureau tengo todo lo que necesito y mucho más. Bajo el estándar de Mavi Parra, también. Me acompañan mi ukelele, mis libretas, un par de libros, lápices, pinturas y mi equipo de surf. La ola está verdaderamente al frente de casa y no me faltan nuevos amigos que concedan risas y buenos ratos.

Oficialmente tengo todo lo que necesito y la vida se siente como si la viviera de vacaciones.

Al final, reflexiono que cuando se aprende a vivir con poco se aprende también a agradecer mucho más. Ahora, que alguien me discuta que la felicidad más pura se basa, precisamente, en apreciar profundamente el lugar y momento en el que se está.

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