Escarificaciones

Texto: Ma. Virginia Parra.

Ilustración: Adriana Rodríguez.

La primera marca me la dejó mi madre. Igual a la que mi abuela le dejó antes a ella. Ya no duele como tal, pero está ahí, presente, palpitante, y de vez en cuando arde. No me acuerdo cuándo y cómo me la hizo, pero sé que está ahí, porque la siento cada día, la toco, la veo, es áspera, rugosa, y aunque lleva toda la vida conmigo nunca ha dejado de estar fresca. Es una herida que nunca cierra.

La segunda marca me la hice yo misma, repitiendo el patrón, delineando el odio al ser propio. No la verías si no te dijera que está ahí.

De aquí en adelante la historia se vuelve confusa. Quién hirió a quién, quién marcó qué, dónde, cuándo, en qué momento, por qué. Son más las preguntas que las respuestas.

1, 2, 3, 4, 16, 23, 42, 57, 88… Cuenta mis cicatrices y yo contaré las tuyas. Todos estamos llenos de ellas.

Aquí, esto que ves sobre mi ceja fue la primera vez que me caí de la bicicleta. Por aquí, en la mano derecha, puedes ver cómo me quemé con el horno cuando era chica. En el tobillo izquierdo queda la huella de mi segunda fractura, la primera la puedes ver en el dedo índice de la mano izquierda y en la nariz, si te fijas bien, esa pequeña marquita en forma de media luna es indicativo de la vez que decidí practicar kung fu con un compañero de colegio.

Abdomen, flanco inferior derecho: Apendicitis, 1993.

Cara interior de la pantorrilla derecha: Alambre de púas (accidental), 2003.

Pómulo izquierdo: Lechina, 1996.

Tobillo derecho, casi llegando al empeine: Cenicero (accidental), 2011.

Antebrazo izquierdo, parte superior: Cigarrillo (adrede), 2006.

Abdomen, flanco superior izquierdo: Cuchilla de afeitar (adrede), 2000.

Bajo ciertas luces puedes verlas todas, incluso aquellas que yo misma no he descubierto.

Todos debemos conocer nuestras marcas, pero las mías, así como las tuyas, están en su mayoría ocultas, esperando el momento perfecto, el arma correcta, para empezar a arder de nuevo.

Escarificaciones, heridas que nunca sanan y nos abarcan enteros, se expanden por dentro, se multiplican, aunque quieras ignorarlas. Tienen forma, textura, color y hasta voz propia. Te hablan en tus sueños, te recuerdan el dolor, te cuentan sus historias, historias que tú no elegiste pero que ya son tuyas. Están ahí y no se van a ir nunca.

Las voces no se van a callar nunca.

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