Cuento Kilómetros, Cuento Fuegos

Este es un extracto de mi venidero libro: Una compilación de ensayos y crónicas de una vida marcada por el viaje y la migración. Sigue mis redes sociales o suscríbete al newsletter para estar al tanto de cuando salgan nuevas ediciones y acceder a contenido exclusivo. 

El primero de los incendios forestales me siguió en el camino hacia Pichilemu. Inicialmente vi el humo – el humo es lo que primero se asoma siempre – y no entendí bien qué pasaba. Luego las llamas: naranjas, amarillas, furiosas, comiéndose los pinos así como me como una hamburguesa cuando pega el bajón.

Esa noche hubo luna llena. La vimos desde una playa escondida tras el bosque: Roja y espectral, alumbrando el cielo entero como un gran foco de discoteca. Fue entonces cuando entendí que no era ningún fenómeno sobrenatural el que la coloreaba, sino el reflejo del fuego sobre su luz.

De vez en cuando escuchábamos la sirena sonar. Anunciaba otro incendio forestal, pero todos estaban lejos, muy lejos de la playa que era donde yo, sin excepción, pasaba mis días.

El segundo incendio lo vi casi llegando a Talca. Era la primera vez que hacía dedo sola y me recogió un tal Manuel, o Matías, no me acuerdo, pero era gendarme y manejaba un deportivo. Me explicó que se habla muy mal de los gendarmes pero no es un trabajo fácil, la gente no lo entiende, sin embargo él lo disfruta mucho y siente que está ayudando en algo. Lo miré a los ojos y sentí que en verdad, lo que decía al menos él se lo creía.

Hacía calor, era mediados de enero y el asfalto ardía, así que íbamos con los vidrios abiertos, por lo que empezamos a oler el humo a la distancia.

Nunca había tenido el fuego tan cerca.

Al borde de la ruta 5 una hostería se quemaba entera y el calor era insoportable. Te aprisiona, te abraza, te ahorca.

Varios días después vi como evacuaban un parque nacional por la amenaza de incendios forestales y recordé cómo la noche anterior, ahí internada en la montaña, atribuí a un volcán vecino el destello naranja que se veía a la distancia mientras agradecía que no fuese una noche tan fría como otras.

Hace años que no veo noticias.  Hace años que no tengo tele, así que nunca presté atención a los rumores que corrían.

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El ramal de Talca a Constitución lleva 100 años recorriendo la misma ruta, 100 años bordeando los mismos pueblos, los mismos campos y quizás también 100 años siendo recibido por la misma señora que vende pan amasado en la parada de González Bastías.

¿Cuántos incendios forestales habrá visto ese tren? Aquella mañana nosotros vimos al menos dos y de nuevo, nunca presté atención.

En la playa del puerto en Constitución el viento sopla tan fuerte que sientes como te mece. Los surfistas sortean olas gigantes y el cadáver de un lobo de mar se pudre en la orilla desde hace días, comido por el salitre y los bichos. Lo miro y me pregunto si los animales alguna vez piensan en la muerte, si sienten el luto o extrañan a sus hermanos fallecidos.

Sentada en la orilla miro hacia el norte y veo humo entre los cerros y los pinos, un humo negro, denso y pesado. Rápidamente una avioneta lo sobrevuela para apagarlo. Todo está bien, me digo a mí misma y continúo mirando al mar.

Me siento en paz, me siento libre, me siento plena. Pienso en todo el camino que me queda por delante, en que esta es la última vez que pretendo meterme a esa agua helada esta temporada e intento calcular hasta qué temperatura bajará a medida que me acerco más al sur.

Al sur del sur.

Me voy despidiendo mentalmente de cada lugar por el que voy pasando, al que quizás nunca más volveré. Pienso en que se siente bien empezar de nuevo cada tantos días, en otro lugar, contando una historia distinta. Podría ser quien yo quisiera.

Podría borrar todo mi pasado e inventarme uno nuevo.

Podría cortar todo contacto ahora mismo y no regresar nunca a ningún lado. Desaparecer, quemar todos los puentes y vagabundear por el resto de mi vida, con el pulgar al aire y una mochila a la espalda, creándome una vida nueva a cada paso. Hoy me llamo María pero mañana podría ser Luisa. Hoy soy venezolana y vivo en Chile hace muchos años pero mañana podría ser gringa, o francesa, o sudafricana. Podría haber pasado el último tiempo recorriendo el mundo. Podría inventarme un acento nuevo, una biografía nueva. Es tan fácil empezar de cero.

Aún así no lo hago.

Camino costero en Constitución, Chile

Esa tarde me monto en el auto de un extraño y le cuento mi historia, la historia real. Miro su cara de asombro y le explico, a pesar de su incredulidad, que no, no me da miedo viajar sola. Sus ojos me dicen que piensa que estoy loca. En ellos veo las ganas de cuidar a esta pobre niña indefensa que salió a recorrer Chile sin nadie que la proteja.

Damos vueltas juntos por Constitución para ver el sol caer sobre la desembocadura del Maule. Desde la punta del Cerro Mutrun se nota cómo la ciudad se alumbra a medida que llega la noche mientras escucho con atención la historia de cuando llegó el tsunami y se lo llevó todo. Miro a mi alrededor y en verdad jamás me habría imaginado que el mar arrasó con este lugar, con esas casitas que hoy se paran tan firmes frente a la playa y esos barquitos que flotan relajados en ese río tan pacífico.

Tiene que ser verdad esa historia de que sea lo que sea, Chile resiste, me digo a mí misma.

Esa noche Miguel me ofrece un lugar donde dormir. No sé si puedo confiar en él pero sí sé que no me quiero ir de Constitución aún y que una oportunidad es una oportunidad. Me convenzo de que está bien confiar en extraños, que para eso viaja uno: Para acabar con los miedos, para conocer mejor los lugares, para descubrir a su gente y sus secretos y que ese instinto en el que tanto confío ya me habría indicado si hubiese algo extraño; así que digo que sí.

Entonces duermo en una casa que no es mi casa, una noche tranquila en la que no pasa nada hasta que me despiertan las sirenas a lo lejos y por primera vez, siento nervios. Miguel me dice que siga durmiendo, que mejor no salga, los incendios forestales no llegan hasta Chacarillas pero la gente está nerviosa, la ciudad está congestionada. Siento la garganta irritada y pesadez en los huesos, así que hago caso y me quedo acostada.

En este cuarto que no es mi cuarto todo es de color blanco. La cabecera de la cama es blanca, la mesa de noche es blanca, el cubrecamas es blanco y la luz que se asoma por el tragaluz también lo es, aunque ahora si miro hacia afuera la veo un poco sucia, así que me siento en la cama para percatarme que está cubierta en cenizas.

Flotan en el aire como imagino deben flotar los copos de nieve, solo que estos son color plomo y se deshacen incluso antes de tocar cualquier superficie.

Duermo a intervalos, me arde la piel como arden los bosques y me revuelvo en la cama. Sueño con las sirenas aullando dentro de la casa, pero no son sirenas sino mujeres que gritan, lamentos tétricos que salen de debajo de la cama. Pienso en qué voy a hacer si las llamas se acercan más, si alguien me avisará o si escucharé la huida de los vecinos, si alguien tocará la puerta para decirme “corre”, o si me quedaré dormida para despertar cuando sea demasiado tarde.

Lo malo de no ser nadie es que los otros no saben dónde buscarte.

incendios forestales en Constitución, Chile

Durante días el fuego amenaza a Conti. Salir a la calle o asomarse a la ventana es como ponerse unos lentes de sol baratos y de pronto todo está bañado por un filtro color naranja.

Los vecinos mojan los techos de sus casas, se asoman nerviosos por las ventanas o se sientan a conversar en las aceras. Todos tienen teorías, todos buscan encontrar una explicación. Fueron los mapuches, fueron los colombianos, fue el gobierno, fue un accidente, fueron los anarquistas, fueron los argentinos, fueron las aseguradoras, fue Trump, fueron las forestales, fueron los terroristas.

Después de varios días, la ciudad se calma. 

Es sábado por la mañana, salgo al centro de Conti y por todos lados veo banderas, camiones cargados de comida, ropa y otras donaciones. Miro a los bomberos desparramados en las aceras, en sus camiones, agotados.

Miguel me dice que Conti ha caído varias veces, pero siempre se levanta. Lo miro a los ojos y recuerdo que hace unos días no sabía si podía confiar en él y que hace unos meses, al salir de Santiago, tampoco sabía si podía confiar en el hombre chileno promedio, pero ahora que lo peor ha pasado, que el fuego ha ido y venido y que la gente desborda las calles con sus puras ganas de ayudar en algo me doy cuenta que, incluso en este país donde nadie se saluda en la calle y cualquiera puede permanecer anónimo por siempre, continúa ganando lo bueno por sobre lo malo.

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