Constitución: Un tren, un encuentro, el mar, la confianza y los incendios

Una mañana ya no sé de qué día salgo de Talca a las 7:00 am en camino a Constitución, pero hoy el viaje es distinto, ya no voy a dedo sino que viajo en tren por primera vez en mi vida. Un pequeño sueño cumplido en una ruta inesperada.

El Ramal (tren de vía secundaria) entre Talca y Constitución recorre la misma ruta desde hace 100 años. Es el último de su especie en sobrevivir y todo en él, desde el recorrido hasta los asientos, es como un viaje al pasado. Bordeamos durante tres horas la ribera del Río Maule, recorriendo paisajes de un Chile campestre detenido en el tiempo.

Veo campesinos a caballo, con sus chupallas bien puestas para protegerles del sol, veo campos de tomates, de maíz, de duraznos, de manzanas, campos donde pastan las vacas tranquilamente, donde el trigo brilla incluso más que el sol. Son atisbos de un mundo donde pareciera que el tiempo no ha pasado, paisajes iguales a los descritos en la Antología del Cuento Chileno que justamente estoy leyendo. El viaje es como un sueño, solamente interrumpido por la bocina que anuncia que por aquí va pasando el tren.

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En la ruta vemos un pequeño fuego, es un foco de incendio, dicen los pasajeros. Más adelante se aparece un helicóptero recogiendo agua del río para lanzarla sobre una columna de humo que se ve a la distancia, pero de resto el paisaje es tan pacífico que ni siquiera vuelvo a pensar en ello.

Casi al mediodía llego a Constitución y me instalo en un hostal para pasar la noche. El plan es quedarme ahí solo un día pero nada más me basta un paseo por sus calles, entre el mercado del centro que me recuerda a las ferias itinerantes de Santiago, una caminata por una carretera que zigzaguea entre el mar y el bosque y un asomo a esa costa coronada por formaciones gigantes de piedra, donde las olas se baten con furia mientras los surfistas intentan correrlas, para saber que me quiero quedar mucho más.

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Cuidado con los extraños:

Para ir de Puerto Maguillines, la última playa de Constitución, hacia el centro, donde me hospedo, la manera más segura es hacer dedo así que eso hago, total, ya estoy acostumbrada. Un auto negro, con los vidrios ahumados se detiene y adentro va un chico de unos veintitantos años. La verdad es que los vidrios oscuros no me gustan mucho pero el chico se ve confiable, tierno incluso, como un gran oso de peluche así que me monto en el auto sin dudarlo mucho y empezamos con la clásica conversación: ¿De dónde vienes? ¿Qué haces? ¿Viajas sola? ¿A dónde vas?. Miguel me cuenta que todos los días al salir del trabajo le gusta manejar por la costa para despejarse, en especial en verano cuando oscurece más tarde, así que me ofrece darme un pequeño tour y llevarme al cerro Mutrún a ver el atardecer sobre la desembocadura del Maule.

Desde que me planteé hacer este viaje a dedo el gran miedo fue el de los hombres extraños. Hombres extraños que manejan autos y pueden hacerme daño. Hombres extraños que caminan en la oscuridad alrededor de mi carpa. Hombres extraños esperando atacar a la chica que anda viajando sola. ¿No es eso a lo que más le tememos las mujeres?

Lo más curioso es que 90% de las veces que me he montado en un auto durante este trayecto este lleva un hombre extraño en el asiento del conductor. Miguel era uno más de esos.

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Nunca he estado muy segura de la existencia del destino. ¿Uno se crea sus propias circunstancias o son las cosas que pasan precisamente aquellas que están destinadas a ocurrir? ¿Opción a, opción b o todas las anteriores? Es para mí una de esas preguntas de la vida que no tienen respuestas. Me encantaría creer que soy yo la única responsable de lo que me ocurre, pero algunas veces las cosas no se explican así de fácil.

Así que estamos de vuelta al auto de este hombre extraño. Llevamos un par de horas dando vueltas por la ciudad, después de haber visto un atardecer en todos los tonos posibles de rosado cayendo sobre la desembocadura del río, conversando y contándonos nuestras historias cuando, después de contarle a Miguel mis planes de acampar a un lado de la playa por las próximas noches, me mira directo a los ojos y me pregunta que si acaso estoy loca.

No solo estoy aquí, dice, haciendo dedo sola, sino que además pretendo acampar en el bosque donde hace tanto frío, es tan peligroso para mí sola, es una locura. Menos mal que se topó conmigo, me jura, dándome esa ya clásica actitud de hombre-protector-cuidando-a-una-pobre-niña-desamparada que tanto he recibido por estas rutas, una rama condescendiente del machismo que me recuerda que, a pesar de su progreso aparente, Chile sigue siendo uno de los países más conservadores de Sudamérica. Y de ahí llegamos al momento en el que Miguel, un hombre extraño que solo conozco desde hace unas pocas horas, me lleva hasta mi hostal y me ofrece quedarme en su casa la noche siguiente, a cambio de nada y simplemente porque quiere ayudarme. Me dice que vive solo, en una casa de dos habitaciones en la que casualmente hay una cama libre para mí, si la acepto. No tengo nada de qué preocuparme, me dice, él solo quiere ayudarme.

Y pues mira, la verdad es que le dije que sí.

24 horas después estoy de vuelta en ese auto negro con vidrios ahumados, lanzando mi mochila al maletero y esperando con todas mis fuerzas que mi instinto tenga la razón y este tipo no sea un psicópata disfrazado.

El mar, la confianza, el destino, el fuego

Ya para esta parte del cuento y después de una primera noche muy tranquila y normal en su casa pienso que quizás estuve en lo correcto y Miguel no tiene ninguna intención de cortarme en pedacitos, sino que realmente es un tipo muy buena onda. Así que agradecida a montones me despierto temprano y me voy a la playa con todas las ganas de surfear. Ocurre, sin embargo, que las olas y el viento en Conti están en un nivel superior al que estoy acostumbrada y ni siquiera en la orilla logro agarrar algo.

Después de una hora de revolcarme, tragar agua y volverme a revolcar hasta que me dolió la cabeza, por fin un surfista amigo me señala una pequeña caleta por la cual meterme al agua y, aunque me siento sobrepasada al principio, esa misma tarde logro surfear mi primera ola de principio a fin, desde que se empieza a transformar en pared mar adentro hasta que se disuelve en espuma en la orilla. Yo no lo sabía en ese momento, pero esta sería la mejor despedida que me pudo dar el mar por lo que queda de temporada.

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¿Ves eso que dije más arriba sobre el destino? Bueno, en el momento en el que esta historia se está desenvolviendo Chile está pasando por uno de los incendios forestales más graves de su historia. Ya yo esto lo sabía, puesto que el fuego y yo nos venimos persiguiendo desde que dejé Santiago. Ya esa tarde, sentada a la orilla de la playa recuerdo haber mirado hacia la ciudad y ver una columna de humo negro asomándose entre los bosques antes de ser apagada rápidamente por un avión pero aún así nadie, mucho menos yo, podría haberse imaginado lo que ocurrió esa misma semana en la región del Maule, donde está Constitución.

No sé bien a qué horas desperté esa mañana pero ya había salido el sol y una luz anaranjada se asomaba por el tragaluz de mi habitación. Aún medio dormida, Miguel se asoma por la puerta y me dice que no me preocupe, pero que la ciudad está algo tensa por la cercanía de los incendios y quizás es mejor que me quede en casa ese día. Es ahí cuando me doy cuenta que mis sábanas blancas están cubiertas de cenizas y que la luz naranja que se asoma por el tragaluz no es el sol, es el reflejo de las llamas que arden en los bosques que rodean a Chacarillas, el sector en el que me encuentro.

Constitución es una ciudad pequeña, 46mil habitantes apenas, gente que vive mayormente del campo, el mar, el turismo y el trabajo en las forestales. Es gracias a estas últimas que los bosques que rodean a Conti son de pino y eucalipto, árboles que según aprendería entonces chupan enormes cantidades de agua, secando rápidamente los terrenos en los cuales son plantados y, encima, son bastante inflamables. Fueron estos bosques los que más prendieron con los incendios. El fuego se extendió por doquier, abarcando cinco regiones del centro y sur de Chile y llevándose prácticamente todo lo que se encontró en el camino. Constitución fue una de las regiones más afectadas.

Si bien el fuego nunca llegó a ponerme a mí personalmente en peligro, durante cuatro días sentí, junto con todos los vecinos, el poder de su amenaza.

Durante cuatro días Conti pareció estar bañada por un filtro color sepia. Asomarse a la ventana o salir a la calle era ver el paisaje a través de unos lentes de sol baratos, de esos con vidrios de mala calidad que te hacen verlo todo con un tono anaranjado.

Varios de los poblados por los que pasa la vía del tren en el que llegué a la ciudad se quemaron enteros. Pueblos pequeñitos donde los habitantes viven del campo y sus animales, en casas sencillas que no tuvieron ni una oportunidad de sobrevivir ante la fuerza de ese incendio.

Recuerdo salir a comprar a un abasto cercano con el único propósito de escuchar qué noticias traían los vecinos sobre lo que estaba pasando, aunque más que eso lo que oí fueron toda clase de teorías conspirativas respecto a quién tenía la culpa e incluso, vi cómo se formaba frente a mis ojos un grupo de vigilantes que saldrían esa noche armados, “a dispararle a to’ el que ande solo por ahí”.

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Durante días viví en medio de la histeria colectiva, me asomé a las ventanas para ver a los vecinos echando agua a los techos de sus casas y me senté con ellos al frente de la casa, tratando de calcular si el fuego llegaría o no hasta nuestro sector. A veces me sentí una más, pero la mayoría de las veces estuve como disociada de lo que ocurría, no entendiendo nada, solo esperando el momento en que la situación se calmara y pudiese tomar mi mochila e irme lejos, bien lejos del miedo y del fuego.

Cada vez que ocurre un desastre las cámaras van directo hacia la historia. Prendes el televisor y solo escuchas los casos más terribles, ves a la gente que lo perdió todo llorando por sus casas, por sus pertenencias, por todo lo que perdieron. Te conmueves con la tragedia. Pero es distinta la historia cuando estás en medio de un lugar donde si bien no llega a pasar tanto, aún así pasa algo. Es distinto estar ahí, viendo el humo a la distancia y tragándote las cenizas, con la incertidumbre de si llegará o no el fuego. Es distinto porque no estás dentro de la acción, sino más bien rondándola, a la espera, tratando de predecir si es que serás o no parte de ella.

Algo que encuentro sumamente admirable de los chilenos es la resiliencia que tienen. Este es un país en el que los desastres abundan. Si no es un terremoto, es un tsunami, es un volcán o es un incendio. Una y otra vez llegan las tragedias y aún así, por alguna razón, la gente se levanta, se sacude y sigue adelante.

Esa semana en Constitución vi de primera mano el aguante y la solidaridad del chileno.

Cuando por fin pude salir de mi encierro no fui hacia la playa, sino hacia el centro. Supongo que quería tener un atisbo de lo que había sentido la ciudad por esos días. En el camino me topé con bomberos agotados, banderas de Chile y centros de acopio por todos lados, pero sobre todo, con una sensación de esperanza, de confianza en que de esta también se puede salir.

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Miguel me comenta que Constitución ha caído varias veces, pero siempre se levanta. Que por algo es este su lugar favorito en el mundo. Lo miro a los ojos y recuerdo que hace unos días no sabía si podía confiar en él y que hace unos meses, al salir de Santiago, tampoco sabía si podía confiar en el chileno promedio.

Pienso entonces que la confianza no es solo un sentimiento sino un músculo a ejercitar y que ojalá no tuviese uno que esperar a que se oxide para recordar que está ahí.

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