Chiloé, donde la magia y la naturaleza mandan

Cuando el valle central de Chile se hunde al mar a la altura del Seno de Reloncaví, solo las más altas cimas de la Cordillera de la Costa se asoman. Ellas componen al archipiélago de Chiloé, compuesto por la Isla Grande que le da nombre a la región y un montón de islotes más pequeños que sobresalen entre las aguas calmas del corredor marítimo que les separa de la costa continental y la Cordillera de los Andes. Por este lado, las aguas del Pacífico se calman hasta llegar a confundirse con un lago, mientras que por el oeste las corrientes transitan con furia y sin obstáculos directo hacia las orillas y acantilados de la Isla Grande.

Si bien en los últimos años Chiloé ha despegado como destino turístico y en los meses de verano y temporada alta se encuentra hasta el tope, el resto del año uno pensaría que hay sitios donde no vive nadie. Caminas por pueblos que parecen fantasma, escuchando únicamente los pájaros o el correr del agua que por acá se asoma en cualquier parte y te adentras en bosques nativos en todas las tonalidades de verde, con un cielo que va del azul más limpio a un gris turbulento en cosa de minutos y donde sea que estés te topas con alguna colorida iglesia; cuenta la historia que los españoles las construyeron en un frenesí de evangelización, como un intento desesperado de sacar la brujería y la magia ancestral en la que los lugareños creían.

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Su mitología es extensa, abundan personajes que salen de las profundidades del océano o de entre los bosques, monstruos que secuestran gente o protegen a los pobladores originarios de la isla, sirenas y gnomos, serpientes que luchan entre sí, brujos y demonios que se esconden en las cuevas realizando rituales espeluznantes.

A principios de un otoño estuve una semana recorriendo la isla y no me quito la certeza de que faltó tiempo, pero aún así el poco que tuve fue aprovechado al máximo. Acá te cuento de los lugares que más me llamaron la atención y me hicieron creer en tanto cuento de energía sobrenatural y magia.

CHEPU.

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En el camino de Puerto Montt a Ancud me recogió una pareja de italianos en su camioneta, el asiento de atrás ya venía ocupado por un par de mochileros que iban hacia mi mismo destino así que decidimos acompañarnos. Ellos eran quienes querían conocer Chepu, pero me hablaron de un bosque hundido con tanta emoción que me contagiaron y decidí unirme a su ruta.

Los buses hacia nuestro destino salen solo dos veces por semana: Uno en la mañana y otro en la tarde, los lunes y los viernes y si bien Chepu, se supone, es un pueblo que vive de la pesca y el turismo rural, durante los días que estuvimos ahí prácticamente no vimos un alma.

Un gran río que desemboca en el mar le da nombre al pueblo, este lo separa del bosque hundido al cual solo se puede llegar por lancha y que está así luego que un terremoto en 1960 provocara un tsunami que avanzó por el río, sumergiendo a los árboles de golpe y fosilizándolo gracias al agua salada. La verdad es que nunca pudimos llegar al bosque, pero eso no quiere decir que no haya valido la pena el viaje.

El bus te deja al final de una carretera estrecha desde la cual las instrucciones fueron seguir derecho hasta la desembocadura, así que caminamos seis kilómetros en busca de un lugar donde montar carpa, entremedio de un bosque tupido de pinos y alerces, tan húmedo que las palmas se te empapan de solo tocar los troncos de los árboles, mas lo que nunca me imaginé fue que este diera paso a una extensión inmensa de dunas y praderas, donde las vacas y los caballos pastan libres, mirándote fijamente mientras te sacas los zapatos y te arremangas los pantalones para pasar entre las pozas que se forman en el sendero. Hay que caminar harto antes de ver el mar pero este ruge tan fuerte que su sonido te acompaña todo el camino, hasta que por fin lo ves asomándose en la distancia, con olas que sobrepasan los 4 metros y vientos a los que es difícil poner resistencia. Parece que te estuviera gritando que mejor ni te acerques.

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Durante las dos noches que acampamos frente al río vimos la luna llena salir por el horizonte y alumbrarlo todo como un foco enorme, el río creció esas noches hasta el doble de su tamaño, tanto que a cada rato despertaba pensando que venía ya corriendo por fuera de mi carpa a pesar de haberla puesto a más de 50 metros de su orilla inicial. En el día ese mismo río bajaba su caudal y era posible, incluso, caminar tranquilamente entre sus aguas sin que te sobrepasara más que las rodillas.

Una tarde soleada mirando hacia el muelle que se asomaba al otro lado del río pnsé en el camino que aún me quedaba por delante y tracé un paralelo entre las turbulencias del mar y las de la vida, en las casualidades que te llevan hasta donde nunca te esperaste llegar y en los compañeros que te vas topando por la ruta. Chiloé tiene ese poder: El de llevarte hacia las profundidades de ti mismo y enfrentarte con las fuerzas que ahí se mueven.

 MECHUQUE

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No me acuerdo en qué pedazo del camino mi amigo Max me habló para darme un tip: “Anda a Mechuque, una pequeña isla en el norte de Chiloé, en el archipiélago de las Butachauques. Tienes que ir a Quicaví y pedirle a alguno de los pescadores que te crucen. Acampa en lo alto de la colina que está en el pueblo, se ve la isla, los Andes, los volcanes y el mar”. Y así no más, con esas indicaciones, partí.

Para Mechuque resulta que se puede llegar por dos vías: Desde Tenaún y desde Quicaví. Los buses para ambos lugares salen desde el terminal rural de Ancud y del terminal de Castro a horarios bien especiales como suele ser costumbre en Chiloé. A la ida seguí el consejo de Max y salí desde Quicaví, donde “le hice dedo” a una lancha de trabajadores de la salmonera quienes me llevaron hasta la isla.

Se trata de una islita pequeña donde seguro que hay más ovejas que gente, en ella vivirán a lo mucho unas 100 personas y en su mayoría no tiene ni electricidad. El mirador no lo encontré nunca a pesar de haber seguido las instrucciones de un mapa que está en el puerto de la isla y las de un señor que me encontré en el camino, pero lo que sí encontré fue esa vista que me mencionó Max, directa desde un clarito en una colina y sí, efectivamente se ve la isla grande de Chiloé, los Andes, los volcanes y el mar.

Ahí puse mi carpa, la cual luchó toda la noche contra los fuertes vientos. Me quedé despierta y recostada mirando a un cielo increíblemente claro en el que, eventualmente, se asomó un cometa que me dejó tan sorprendida que ni siquiera alcancé a pedir un deseo. Al amanecer desperté para ver como el sol se asomaba entre la Cordillera, los volcanes y sus glaciares, mientras la niebla se despejaba de a poco hasta dejarme ver el océano, azul puro y tranquilo como una piscina, cosa inédita cuando del Pacífico se trata y a las islas del archipiélago, todas en distintas tonalidades de verde. Eso sí que no lo había visto nunca.

 Y si la magia de Chiloé proviene de algún lugar, tiene que ser de Mechuque.

 CUCAO Y EL PUENTE HACIA EL MÁS ALLÁ

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De las imágenes que primero me venían a la mente antes de conocer Chiloé estaba la de un puente de madera que se curva hacia el abismo, entre el mar y las montañas. Es el Muelle de las Almas, un lugar al que, para el momento en el que llegué no le tenía mucha fe gracias a una foto de una amiga que había estado ahí unos meses antes y se había encontrado con una cola kilométrica de turistas esperando a subir y tomarse una foto en él. Sin embargo, ya estando en Cucao me dije que por qué no, así que me animé a conocerlo.

El camino hacia el muelle lo hice mitad a pie, mitad a dedo. El sendero de ripio por el que transitan los autos y los peatones se mete entre las dunas que bordean el mar y va subiendo por montañas de un verde frondoso. Las vacas son dueñas del territorio y el agua se atraviesa cada tanto en el camino. No sé si esta viene de las lluvias, del mar o del subsuelo, pero aparece y se toma la ruta entera. Eventualmente un arriero me indica que aún me falta mucho para llegar al muelle a pie así que me aconseja hacer dedo.

Le hago caso y una familia me recoge pronto, llegamos justo a tiempo cuando van cerrando la entrada puesto que el famoso Muelle de las Almas se encuentra en un terreno privado. Ahí voy aprendiendo que se trata de una escultura, puesta para representar una historia huilliche que me pareció tan hermosa como el Muelle en sí, las vistas del lugar y el camino entre el bosque para llegar hacia él.

El cuento es que cuando una persona muere su alma habrá de viajar a los acantilados de Punta Pirulil donde está el Muelle y llamar al balsero Tempilkawe, quien por un mínimo cobro en las piedras de colores que se encuentran a la orilla de la playa la llevará en su barco de espuma hacia el horizonte y el cielo. Sin embargo, no cualquiera puede abordar la balsa y es por eso que desde arriba de los acantilados se escuchan a veces lamentos de almas en pena, aquellas que aún tienen asuntos pendientes y no pueden irse hacia el más allá hasta que los resuelvan.

Después de una caminata entre el bosque con algunas subidas pronunciadas y un poco de barro la cual ciertamente no es apta para todos (aunque nadie parece advertirle de ello a los turistas que llegan) ahí lo veo: El Muelle de las Almas, bordeado por riscos enormes que caen directo al mar y cuyos bordes llenos de piedras  sirven de espacio de descanso para los lobos marinos.

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Afortunadamente no hay ninguna cola de turistas y puedo acercarme hacia el borde del Muelle y sentarme a mirar el paisaje. Me imagino entonces perfectamente por qué en estos acantilados pensaban los huilliches que estaba el camino hacia el paraíso y me despido de la isla, agradeciendo su magia y esperando que ese adiós no sea para siempre.

 

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