De cuando el sol se acuesta y yo me inspiro

 

Podría escribir un libro sobre los atardeceres aquí al sur del mundo.

 

Al fin del mundo.

 

Una obra que describa la manera sutil en la que las nubes se llenan de color y degradados, como parecen pequeñas motas de algodón empapadas de Fanta o algún refresco de tono naranja radiante, de esos que parecen llamados de atención a no tomar tanto químico, tanta fantasía.

 

Podría escribir también un libro sobre las rocas que adornan la costa de Chile, aquellas a las que el sol siluetea cuando se guarda. Esos morros altos que se alzan entremedio del mar, pedazos enormes de tierra que alguna vez pertenecieron a la orilla, pero que las placas tectónicas, la erosión, los terremotos y la Pachamama han querido que se desplacen de a poco y se separen, se vuelvan sus propios mundos y ecosistemas aparte, llenos de vida. Su propia vida.

Sería un libro corto pero lleno de recursos, metáforas e imágenes sensoriales. Porque los atardeceres en el mar son otra cosa. El cielo rebosando de colores y figuras, es otra cosa.

 

Es ahí cuando te das cuenta que, efectivamente, la Tierra ha de ser redonda y quien la creó tuvo que ser artista. Tras el horizonte se va guardando esa gran bola dorada, pero su luz continúa alumbrando, pintando como con acuarelas el firmamento. Aunque la línea del fondo se vea recta es muy fácil imaginar al sol dando la vuelta al planeta, abrazando con su luz distintas latitudes. Mientras aquí se esconde en otro lado se asoma. Es así de sabio el universo, la naturaleza.

 

Sí, podría escribir un libro sobre los atardeceres al fin del mundo pero he preferido conformarme con este pequeño relato, un breve homenaje a ese espectáculo, ese show imperdible de cada tarde. Porque el sol es tan divo que no se podría ir sin deslumbrarnos.

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