Volver también es parte del viaje: Caracas, Venezuela

En el momento en el que escribo esto llevo ya varias semanas en Venezuela. Mucho ha cambiado desde que me fui en  2012 y el volver a ella después de tanto tiempo y distancia me ha inspirado a verla de una manera distinta. Volver también es parte del viaje y esta es una serie de relatos cortos de la Venezuela que me encuentro. 

Las guacamayas y el tráfico matutino anuncian el amanecer. Vengo del pleno invierno y quizás tengo el frío en los huesos pues el calor tropical no se siente sino como un abrazo cálido y necesario. Me desayuno un plátano y armo la ruta del día. Me avisaron que todo estaba dolarizado y que sólo aceptan billetes pequeños así que me preparé y traje mi dinero repartido en billetitos de 5, 10 y 20.

Aún así, para pagar el transporte público necesito bolívares; consigo cambiar un dólar, que equivale a 40 mil de ellos y arma una paca de billetes imposible de guardar en ningún monedero. 40 mil bolívares se me van en un jugo de guayaba, pero al menos son suficientes para moverse en camionetica.

El metro de Caracas ahora es gratis, y menos mal, pues lo que hasta hace diez años fuese un servicio suficientemente decente y accesible hoy es un mamotreto sucio, oscuro y derruido en el que la electricidad dura menos que el viaje, cosa que compruebo luego de avanzar dos estaciones y encontrarme parada, apretujada y acalorada en un vagón detenido por falla eléctrica. Aún así, no me molesta, viajo atenta y me integro al caos como quien acepta la verdad de su tierra.

Una señora canta o reza, no estoy segura, pero dice que “Sólo Dios sabe quién es Maduro, por eso está ahí hasta que Dios quiera”. Me escucha estornudar y me dice que si estoy resfriada la sábila me va a hacer bien. Le agradezco. Espero. Me aburro y decido continuar caminando.

No me siento feliz, pero me siento a gusto.

Camino cuadras con el celular escondido en la entrepierna. Quizás exagero, pero estoy en Caracas y me acuerdo de los datos de toda la vida viviendo en el interior del paíz. Avanzo, pateo el asfalto y logro no perderme.

Intento disimular mi acento que hace tiempo dejó de ser venezolano y no sé si me mezclo, pero al menos siento que no resalto.

Busco una tienda de discos que aparentemente dejó de existir; me asomo a un supermercado y aunque aceptan mis dólares, no tienen para dar vuelto. Toca seguir andando.

Desde que liberaron el control de cambio el dólar se convirtió en la moneda (no) oficial y los supermercados rebosan con productos importados de todas partes del mundo.

Para mí, que me fui hace ya tanto tiempo y me acostumbré a una economía relativamente estable, un dólar más o un dólar menos no hace tan tremenda diferencia y aunque se me igualan los precios con los de Santiago o Bruselas, me angustio solamente de pensar lo que ellos significan para cada persona aquí que no gana sueldo extranjero, sino  en bolívares soberanos.

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